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No queremos un sueldo, si nos pagan se acabará la mística

Tenía 27 años cuando levantó en brazos a su madre para intentar salvarla. En el hospital, el médico le dijo: “¿Qué me traes? ¿Un cadáver?”. Jaime Yupton todavía no vestía de rojo, pero esa fue la primera emergencia que atendió en su vida. Ahora lleva 17 años en la Compañía Salvadora Nº 27 de Chiclayo, tiene el grado de teniente, no se siente un héroe, pero ha salvado tantas vidas como apagado incendios.

Su institución tiene una alta aprobación de parte de los peruanos (94.4%, según CPI). Sin embargo, algunos creen que los bomberos reciben un sueldo por su servicio, que el Estado les entrega beneficios, que su preparación solo dura un par de meses o que tienen todos los equipos para asistir una emergencia. Nada más alejado de la realidad.

“Muchos dicen ‘para cojudos los bomberos’. La gente elige su vida antes que la nuestra, para nosotros es al revés”, dice Indira Díaz, médico de profesión, docente en una universidad particular, madre de dos pequeñas niñas y seccionaria del Cuerpo de Bomberos hace cuatro años.

Paso a paso

Fundada en 1935 por el médico Manuel Orellano, la Compañía Salvadora Nº 27 (en ese entonces como Compañía Salvadora Chiclayo Nº 1) se ubicó primero en un pequeño cuartel de la calle Alfonso Ugarte. Luego de unos años pasaría a su actual ubicación en la calle Héroes Civiles. El nombre de esta cuadra no es casualidad. A finales de la década del cincuenta, este antiguo callejón situado a pocos metros del mercado Modelo recibió aquella denominación en honor al servicio voluntario que brindan los hombres de rojo.

La tranquilidad no halla espacio en la estación. Todo está en constante movimiento. Los aspirantes pueden pasar un año realizando trabajos menores (barrer, limpiar los vehículos) hasta que se inicie un proceso de admisión. Un poco más arriba en la escala de méritos, el bombero alumno recibe ocho meses de instrucción, pero lo único que puede hacer en las emergencias es atender las llamadas y observar desde los vehículos. Tienen prohibido intervenir hasta graduarse.

Al lado izquierdo de la estación una recámara alberga cinco camarotes de dos pisos para los voluntarios que realicen guardia nocturna. Los bomberos no tienen horario fijo, cumplen horas a la semana como picas (galones) exhiba su uniforme, pero todos coinciden en que pasan más tiempo aquí que en sus casas.

En el lado derecho dos habitaciones más: una para la cocina y otra con “lockers” para guardar la ropa. En el segundo piso se ubican las oficinas, un improvisado gimnasio y un viejo auditorio. Los cinco vehículos utilizados para ir a las emergencias se encuentran distribuidos en la planta baja. En la Salvadora 27 toda la maquinaria está operativa, pero las compañías de José Leonardo Ortiz, Olmos e Íllimo no siempre corren con la misma suerte.

Solos, demasiado solos

El Cuerpo General de Bomberos Voluntarios del Perú lleva 156 años combatiendo el fuego, rescatando lo insalvable, devolviendo alegría de entre los escombros. Sin embargo, la institución no percibe el respaldo de las autoridades. En poco más de un mes la población olvidó la muerte de los tres bomberos en El Agustino (Lima). La insensibilidad de un productor de televisión –con la esposa de uno de los fallecidos– hace ver a los hombres de rojo como una fría estrategia de marketing.

El presupuesto que recibe el Cuerpo General de Bomberos para distribuir en las 230 compañías de todo el país se redujo en 66% durante los tres últimos años. Tal vez por eso no sorprende que muchos voluntarios deban comprar sus propios equipos, pues solo existen 1500 uniformes en buen estado para seis mil bomberos activos.

El jefe de la Compañía Salvadora Nº 27, capitán CBP Segundo Sánchez, tiene poco más de 30 años vistiendo el uniforme, pero la vocación de servicio lo acompañó desde el nacimiento. Tres de sus hermanos pertenecieron a esta institución. Ahora, su hijo acaba de graduarse como seccionario en la misma estación, pero él jamás quiso ese futuro para su primogénito.

¿Vale la pena ser bombero?

En un momento de la entrevista Indira se detiene, me pide un momento, cierra los ojos, respira hondo y continúa. Recuerdo que le había preguntado si alguna vez se quebró luego de atender una emergencia. Me responde que no. Luego de esa prolongada pausa se retracta, me mira fijamente y me cuenta que en una ocasión vio a dos niñas totalmente carbonizadas a quienes su madre cubrió con su cuerpo para protegerlas de las llamas. “Vi a la más pequeñita, pudo ser mi hija”, piensa en voz alta. ¿Será ese el espacio de desahogo al que se refería el capitán Sánchez?

Varios incendios han trastocado aún más el gris paisaje de la ciudad. Quizá el más recordado sea el de la Municipalidad Provincial de Chiclayo, donde todos los bomberos coinciden que fue provocado por funcionarios para evitar que un alcalde asuma funciones. Los siniestros del mercado Modelo originados, en su mayoría, por irresponsabilidad de los propios comerciantes. Incluso, el fuego que consumió por completo el local Viteri en pleno centro de la ciudad.

Incendios provocados para desaparecer documentos, municipalidades que entregan licencias de funcionamiento de forma irregular, deficientes inspecciones técnicas, empresas no preocupadas de recibir asesoramiento en sistemas de prevención, proyectos de ley estancados en el Congreso y una población con memoria muy frágil. En este contexto ¿Vale la pena ser bombero?

Seguramente el comandante Ortecho me dirá que sí, se pondrá nostálgico y recitará uno de los poemas que ha compuesto para la estación:

El teléfono volverá a sonar. Todos esperan que no sea una llamada falsa.

fuente: www.larepublica.pe

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